El pensamiento impositivo de la racionalidad moderna, desde el siglo XV
en adelante, logró romper con el dominio establecido por la verdad
judeo-cristiana en Occidente, teniendo como culminación el cientificismo
positivista del siglo XIX. Esta nueva actitud frente al conocimiento de las
cosas y la realidad ha sido conservada y profundizada por las discusiones
epistemológicas y metodológicas durante el siglo XX y lo que va del XXI, pero
no ha logrado establecer un principio que acepte la diversidad y diferencia
metodológica en función de los objetivos y problematizaciones propuestos, sino
más bien se ha fijado patrones metodológicos de determinadas “ciencias” y desde
ahí ha valorado o rechazado las investigaciones. Efectivamente, al revisar las
metodologías en las diferentes ciencias hay ciertas aproximaciones
procedimentales a la ciencia predominante o canónica del periodo histórico
estudiado, cuyo caso más emblemático es lo que sucede con Charles Darwin y el
dominio que logra el evolucionismo a finales del siglo XIX, haciendo que la
biología fuera el modelo científico y metodológico predominante, cuya influencia
se encuentra desde la sociología hasta en la lingüística.
El establecimiento de fronteras y limites en el desarrollo del
conocimiento ha creado un modelo investigativo restringido e incapaz de
relacionar el alcance de su conocimiento con el desarrollo de la sociedad, dejando
ese rol a los practicantes del pensamiento crítico. No obstante, el predominio
de esta concepción ha construido y abarcado todos los espacios académicos,
investigativos y por supuesto educacionales, creándose de este modo un sistema
completo direccionado a la ejecución de esta forma de conocer. Frente a esto,
no han sido pocos los estudiosos, investigadores y científicos que han criticado
y desarrollado propuestas alternativas donde el diálogo metodológico ha sido el
principal camino a seguir. Así, tenemos que la interdisciplinariedad, la
transdisciplinariedad y la multidisciplinariedad se han convertido en un nuevo
estadio para el desarrollo del conocimiento, pero que siguen teniendo de base
la lógica del positivismo.
En este marco, el desarrollo de la literatura como práctica cultural,
discursiva y estética como también en tanto objeto de estudio se ha visto
afectada por la fijación de fronteras que definen a una obra como literaria o
no literaria, más fijado en el predominio de una verdad hegemónica e ideológica
que en un sentido valorativo de su sentido práctico, es decir, de su valoración
en tanto expresión humana.
Así, no nos resulta tan desmesurada la pregunta sartreana de ¿Qué es la
literatura?, sino más bien cobra sentido el re-formularla, puesto que cada
periodo y cada teoría ha entendido temas diferentes. Unos como Voltaire;
conocimiento y otros como Sarte; compromiso. Unos han valorado la poesía por
sobre la narrativa y otros el relato por sobre lo lírico. Todas concepciones
definidas por una limitación, por el establecimiento de una frontera que parte
con una categorización y termina clasificando el texto en una determinada
corriente o escuela poética. Estrechez de sentido y estrechez de comprensión,
ya que un texto literario posee múltiples dimensiones que abren infinitas
posibilidades para su conocimiento, desde una hermenéutica hasta una ciencia
social puede desenredar la madeja de la historia escrita, de esa expresión
propia de todos los seres humanos.
Destruir esas fronteras es hoy una acción cada vez más común, pero lo
curioso es que es propiciada por las diferentes ciencias que ven en los textos
literarios una interesante unidad de análisis, reproduciendo la lógica
cientificista. No obstante aún, nos quedamos sin saber qué entendemos por
literatura y preferimos utilizar el texto para demostrar o refutar hipótesis
metodológicas. Desde ahí, entonces, la necesidad de sacar la literatura de los
márgenes impuestos nos va a permitir mucho más que el proporcionar un
argumento, sino que nos ampliará el conocimiento y comprensión de aquello mismo
que la origina, es decir, de la humanidad.
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