¿Para
qué nos sirve la historia? Es una pregunta que resuena en muchos estudiantes
que ven en el texto escrito un pasado de reyes, príncipes, legiones, guerras y
culturas que han sido retratadas con énfasis en su esplendor, o derechamente lo
positivo que tuvo para el desarrollo posterior. Pero qué pasa cuando esa
historia es cercana, muy reciente y llega a toparse con nuestra propia experiencia
personal y familiar: el tema cambia.
El
pasado contado en los manuales de historia que se enseña en los colegios está
fundado en principios establecidos por la ley o en su defecto por la autoridad
presente, quien demarca el sentido que tuvo un hecho o fenómeno histórico.
Normalmente eso se asume como tal y no sería algo que diera motivos de
controversia salvo en investigadores o intelectuales que conservan rencillas,
no pocas veces, personales más que de veracidad o de epistemología y
metodología asociada. Pero qué pasa cuando el pasado sigue vivo, no por un
antojo sino porque está presente en cada acción de tipo social, puesto que
modeló una cultura e instituyó leyes limitadas al cambio con estrategias poco
honestas y siempre proclives al sector dominante. La concepción de la historia
es otra.
Entonces,
el ejercicio de representación del pasado se vuelve no solo necesario y
oportuno sino también constructor del porvenir, pues el diálogo con la historia
no se produce solo como un ejercicio de conservación o de museología sino como
una articulación siempre en presente.
La
historia no sólo está orientando la actualidad sino también el futuro mediato
en cuanto se apliquen los vestigios indicados, en ese pasado, como una total normalidad.
Esto es un peligroso uso del pasado, pues manipula una realidad en función de
intereses dominantes que han delimitado y dicho el por qué y los cómo. Acá no
se trata de seguir la historia sino de problematizarla, para que arroje nuevas
perspectivas del presente, pero también para que abra otros horizontes, tal vez
de ahí provenga la asociación entre la historia y la utopía. Pero al darnos
cuenta de cuánto y cómo nos han manipulado nos sentimos indefensos, desnudos,
impotentes al ver que el mínimo común denominador entre los humanos como lo son
las necesidades básicas; comer, dormir, respirar, trabajar, entre otras muchas,
han sido resignificadas por intereses del poder, ya no político como antes,
sino macro-empresariales y, digámoslo, desproporcionados a cualquier noción de lo
humano, pues hoy tenemos una búsqueda de riqueza material infinita. Si para
Nietzsche Dios había muerto por causas de la razón humana, hoy vuelve a morir
por causas de la riqueza.
Los
diferentes estudios históricos muestran que las revoluciones estallan por
choque de intereses, expectativas mayores a una realidad limitada, ganas de ser
más, hoy diría de tener más, pero también en momentos de opresión, de
esclavitud, de confusión. La misma confusión que todos tenemos hoy, mil ideas y
mil trabas, leyes mal formuladas, representantes que no representan,
homologaciones sin poner énfasis en las diferencias, pensar en un ideal a la
medida, convirtiéndonos a todos y cada uno de nosotros en potenciales
dictadores de la vida y de la sociedad, pues resuena con fuerza la idea de que
la diferencia no existe pues yo soy la verdad.
Para
esto nos sirve la historia, para ver la diversidad que el presente y la
ambición no nos permite, es subversiva como dice Galeano porque nos abre las expectativas,
nos despierta, pero manipulada y cubierta también nos duerme. La historia por
sí misma no es suficiente, como tampoco ninguna disciplina. Es necesario el
diálogo y la transversalidad, como también lo son los nuevos contratos sociales
y la comprensión de la interculturalidad.
Mirar
el pasado, no obstante, es un ejercicio de mínima relación moral para lo que
vamos a construir, pues no se trata de fundamentos simplemente, sino de las
consecuencias de los mismos y hacia los lugares y las trincheras en las que nos
ponen.
¿Para
qué sirve la historia? Para construir un futuro, al menos, un poco mejor.
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