Múltiples son los análisis respecto de lo que es la educación y en qué consisten sus crisis actuales. Sin embargo, mis observaciones no apuntan a estas causas, ni a la tan majadera razón/sin razón falta de recursos. Pues, lo que afirmo en estas líneas, es más bien un testimonio de lo que estoy siendo testigo y hasta cierto grado cómplice de las políticas educativas chilenas.
En efecto, la neoliberización de la educación no es solo una categoría nominal de lo que viene sucediendo en las aulas, sino una transformación más radical y salvaje, en un totalitarismo de nuevo cuño que sufre la sociedad bajo el Neoliberalismo, pues la hegemonía que fundamenta la vida está casi completamente basada en relaciones económicas, siendo la educación una víctima más de las tantas instituciones republicanas afectadas. Ejemplo de ello, es que se se ha plagado de nombres comerciales, que responden más a campañas de marketing que a reflexiones sistemáticas y profundas sobre los procesos de enseñanza-aprendizaje de los distintos modelos educativos, donde palabras como Assessment, Innovación o Calidad se toman día a día las discusiones curriculares de las distintas carreras profesionales, viéndose constantemente afectadas por “especialistas”, que bajo lógicas económicas, pervierten totalmente los sentidos de una educación profesional integral por una “tecnificación” llamada competencias y/o habilidades.
De este modo, las universidades, que se destacaron siempre por albergar niveles de educación altos y exigentes, hoy se han visto avasalladas por propuestas ingenieriles donde el proceso educativo es homologado a los procesos productivos, tal como si la sala de clases fuese un espacio “fordista” donde un estudiante es modelado con “competencias” que son realmente básicas y por las cuales, en el caso chileno, se cobran excesivos montos de dinero, que no se justifican ni siquiera con la remuneración o condición laboral de los académicos, quienes cada día vemos cómo nuestra labor es precarizada por los mismos que nos “enseñan” la educación del futuro.
Imagínense la siguiente escena: un ingeniero “enseñando” a un grupo de doctores (da lo mismo lo que sea) sobre cómo deben hacer sus clases para ser “más efectivos y eficaces”. Si, a un grupo de académicos formados, en su mayoría con becas, en destacadas universidades en el extranjero. Es incluso bizarro pensarlo. No porque el ingeniero no tenga algo que aportar, sino porque le está indicando las pautas a seguir a quienes se suponen deberían dictarle a él las pautas de lo que se necesita para mejorar.
La consecuencia de esto son constantes cambios de mallas curriculares, la ausencia casi completa de la una formación profunda en teoría y filosofía, eliminando inclusive cátedras fundamentales como ética, y minimalistas. O sea, disminuyen el “proceso productivo” para “sacar” más profesionales y cobrarles fuertes sumas de dinero en poco tiempo. Negocio redondo donde el buen ingeniero saca aplausos en las Juntas directivas de las Universidades, mientras los estudiantes sufren de los experimentos formativos que están siendo víctimas sin voz ni conocimiento.
No obstante, mi mayor asombro es el silencio de la academia y lo fuerte que resuena la voz de sus destructores. Lo peor es que cuando se hace ver lo inverosímil de la situación uno queda relegado como exagerado y conflictivo. Para luego seguir imponiendo ideas que no son más que una precarización de las instituciones que supuestamente deberían ser señeras en luz y conocimientos.